¡La quiiiinta..! ¡quiiiinta..! Sí, así con la iiiii muy alargada para dar espacio a las nostalgias, a las vivencias, a los ayeres que ahora, son recuerdos que mueven los sentidos, erizan la piel y entibian los ojos.
Vivíamos en la quinta cuando chicos. Era una vivienda de estilo colonial, grande, espaciosa con dependencias generosas para la cotidianeidad. No teníamos fronteras, ni tapiales, tampoco asfaltos ni veredas y ni siquiera alambrado separando posesiones.
Los días eran serenos, fragantes de campo pero movedizos y sonoros. Los pájaros eran la FM de música funcional y continua, los animales daban movimiento y experiencias muy bien aprovechados por nosotros y nuestros familiares que nos acercaban a la pedagogía sencilla de tocar, ver, oler, gustar y luego aprender.
La vida en la quinta, junto a mis tres hermanos, era perfecta, jugábamos sin que nadie nos coartara la libertad, fuera de las elementales normas de la seguridad. Los árboles pacientes y generosos, soportaban nuestras trepadas y las improvisadas hamacas que nos conducían a un cielo que entonces veíamos azul y cercano.
Nuestros compañeros eran los vecinos y los hijos de los peones ¡claro!... en ese tiempo sin Inadi, sin discriminaciones y sin saber nada de derechos humanos, todos éramos iguales, todos compartíamos todo así porque sí, espontánea y sinceramente
Recuerdo con especial claridad, el nogal que nos daba las nueces en una cosecha abundante y útil. Recuerdo a la abuela hirviendo sus hojas para luego lavar, con el agua del hervido su cabello porque decía que le cubría las canas.
Pero, lo realmente extraordinario eran las Navidades en ese sitio que era nuestro reino. El pino del frente se engalanaba con unos farolitos de papel que hacían los mayores, no existían las guirnaldas luminosas, ni los costosos adornos y soplillos solo la luna soñadora y las estrellas inquietas iluminaban el pino y el pesebre que traía, inexorablemente el asombro de los paquetes encintados y crujientes bajo el celofán.
Una de aquellas Navidades esperaba, con especial ansiedad el momento de los regalos. Había dictado a mi madre la carta con el pedido:
"Quiero ese autito de lata de color azul con líneas doradas, ese que está en venta en la vereda del negocio frente a la plaza..."
Tranquilo esperaba el momento, tranquilo también vi cómo mis padres y hermanos iban recibiendo sus obsequios pero,cuando todos los paquetes se acabaron, me paralicé y se me anudó el pecho... ¿Y el mío?
En pocos segundos recordé mi conducta pasada porque: el Niño Jesús solo premia a los que se portaron bien y son merecedores...
Me aturdí y repasé aquella vez que hice llorar a mi hermanita porque le tiré fuerte del pelo o cuando rompí el frasco de perfume carísimo de mamá por husmear en sus estantes, o cuando le dije algo feo a la abuela. Si, no había dudas: mi mal comportamiento hizo desistir a Jesús de dejarme regalo alguno... Las voces de mamá y papá dando órdenes a los peones, me volvió al momento y entonces vi aquello, vi a los peones encaramados en la copa del pino y mediante una roldana y una soga, bajar mi regalo: mi autito de lata al objeto de mis sueños y ensueños.
Me dio la sensación de que el auto era de luces, que brillaba con intensidad. Ahora lo sé, era el arco iris que, con las lágrimas del asombro formaron mis ojos en mi cielo ahora sin nubes.
Hoy, soy un anciano pero, aquel momento sigue siendo un hito fundamental en mi vida. Cada tanto miro la fotito que, inexplicablemente no está amarilla sino con sus blancos y negros originales.
Hoy, soy un anciano, y no sé por qué me paré diferente, con otra mirada frente a la imagen, frente al recuerdo y pienso que toda mi vida está sintetizada allí: mis conductas me han llevado a obtener lo buenamente deseado a merecer lo bien merecido, o a enseñarme que no todo se tiene con sólo quererlo y que "portarse bien" sigue siendo la línea más conveniente, la más directa, la que nos hace más felices y más libres...