Por Je Papiro
Piruetas
18 de junio 2017 · 16:42hs
Una mancha amarilla se veía entre la arena blanca de la costa de la pequeña Praia de Calhetas, era extraño que eso suceda un lunes en que la declaro mi territorio porque s0lo estoy yo haciendo piruetas.
Al acercarme, quitándome los árboles de la vista la vi.
Una manta amarilla de dos plazas doblada formaba un rectángulo perfecto, que se fundía con el degradé de su vestido en rosas y naranjas, como si fueran la misma cosa.
El ritmo constante de su lapicera delataba cuán apasionada era y cuán propio era lo que escribía, en lo que poco me detuve después de ver la nobleza de su piel blanca, sus piernas cortas cruzadas y sus delicados piecitos de niña.
Con sus grandes lentes me sorprendió de frente, mirándome detrás del simpático aparato que me representaba, y sonrió, me sonrió.
–Boa tarde, princesa! Tudo bom?
Ella solo rió.
A veces olvido que soy un bicho de plástico negro que flota en el aire y hace sonidos robóticos.
Me alejé y me escondí entre los cocos. Ella se mostró indiferente.
Tomé coraje y volví a acercarme haciendo lo mejor que sé hacer: piruetas.
–¡Oh que maravilla! Va a tener que disculparme pero no hablo portugués –dijo y después se echó a reír.
Me quedé ahí escuchando su acento chileno o paraguayo tal vez, mirándola sin poder decir nada como siempre. Hice zoom en los surcos bien marcados de sus labios gruesos y volví a la imagen de su rostro completo cuando vi su pupila en la pantalla.
–¿Entiende lo que digo? - pregunta observándome fijo y exagerando sus gestos.
Me tomó e investigó. Qué peligro...
–¿Tiene sonido? Mmmm, creo que no.
A penas me soltó me moví como una cabeza negando su pregunta.
–¡Ah! Entendí, respuestas de sí o no –irguiendo su postura con picardía. –Primera pregunta: ¿comprende cuando hablo en español?
Asentí. Arriba y abajo.
Claro que comprendía, soy argentino. Aún no aprendí hablar portugués porque desde que llegué estoy encerrado en esta cabina vigilando la zona. No tengo tiempo para hacer sociales y si lo tengo prefiero a mi tocadiscos.
–¿Está cerca?
Negué. Cinco kilómetros. Así como cerca no era tan cerca. Depende para quién y para qué.
–¿Va a venir a conversar conmigo?
Sí.
–¿Ahora?
Derecha e izquierda. Imposible.
–¿Mañana?
Sí.
Ahí mismo llamé a Caio para pedirle que me cambie el día de folga, antes recé un Padrenuestro y tres Ave María, porque ese brasileño es más rutinario que yo.
–¿Aquí mismo? –preguntó mientras relojeó la playa. –Mejor que sea en la cafetería de allí a las 16 –señalando a la Casa de bule que abre todas las tardes excepto los lunes porque todo el personal descansa.
Como cosa del destino comenzó a sonar la alarma de la batería, el tiempo se había acabado. Tenía tres minutos para llegar a la base, di una vuelta alrededor de ella y me eché a volar de regreso.
Mientras volvía ni siquiera despedí al sol como todos los días, solo pensé en cómo iba a hacer para presentarme ante ella el día próximo.
Esa noche llegué a la pensión, me encerré en la habitación y di vueltas como un perro queriendo echarse, no me había percatado de que tenía los zapatos puestos. ¡Qué pecado! Limpié el piso y escogí a Beethoven, él siempre tiene los mejores consejos.
Intenté mantenerme optimista, mientras miraba el retrato de mis padres colgado en la cabecera de la cama. Pero la realidad era cruel, desde que tengo memoria lo es y estoy seguro que ellos son la causa de mi cobardía.
Sin embargo esa vez fue distinto, ella era diferente a todas las personas a las que intenté acercarme. Tenía que contener las ganas de salir corriendo a tomar el control y de buscarla por toda la ciudad.
Ahí estaba el pequeño gran detalle, tenía que ser yo Santiago Martín Pérola, el que debía presentarse, no el drone.
Atónito fui a mirarme al espejo, me di cuenta de cuánto puede crecer mi barba en medio día y entonces preparé la navaja y me encargué de eso.
–¡Vas a estar presente en la Casa de bule a las cuatro de la tarde como un hombre! - le grité a mi reflejo, autoritario.
Luego medité tres veces y en la mitad de la última me quedé dormido con la frente en el piso.
Llegué a la cafetería dos horas antes de lo acordado, tenía que escoger un lugar estratégico para el encuentro. Me llevó segundos descubrirlo. Detrás de la gran columna estructural de la casa en una pequeña mesa de vidrio con dos sillas acolchonadas de color rojo. Perfecto. Me senté en la silla de la derecha, en la que si me inclinaba veinte centímetros hacia atrás veía en dirección a la puerta.
Ahí la esperé mientras respondía a la repetitiva pregunta: O senhor quer fazer um pedido?
El reloj de la pared violeta marcó las 15:40 cuando se escuchó el sonido del llamador de ángeles colgado en la puerta.
Dejé la silla en dos patas sin hacer barullo y la ví. Estaba encantadora, con unos pantalones hippies color verde, amarillo y naranja; aunque el HD sea muy bueno, el brillo de su cabello castaño no tiene comparación en vivo y en directo.
Ella se sentó en la mesa debajo del reloj, miró a cada persona de la cafetería por unos segundos, entre ellos a mí y en ese momento exacto me levanté a pedirle finalmente a la moza una torta alemã que adoro y que hacía horas me llamaba desde la heladera.
Mientras comía me preguntaba qué era lo que escribía tanto y me deleitaba con su perfume a flores frescas mezclado con el olor a café brasileño.
Observé cada bocado de su merienda y su expresión de consuelo cada vez que la saboreaba.
Casi por las 18.15 terminó con su obra, recorrió la cafetería como buscando a alguien, volvió a la mesa, arrancó la hoja que estaba escribiendo y la hizo un bollo.
Era el momento preciso para ir al baño a juntar coraje para volver y decir hola. Fue lo que hice. Recuerdo el diseño de los cerámicos del piso, que por cierto resplandecía de limpio.
Al volver ya no estaba y entendí lo que estaba sucediendo. Yo de nuevo.
Disimuladamente tomé el bollo de papel de su mesa y en la comodidad de la silla roja leí sus palabras.
Me encontré con la belleza dibujada en símbolos tristes a causa del abandono, de mi abandono; y una frase que no olvidaré.
"El tiempo es el cuentagotas de nuestra vida o el reloj de arena de nuestra muerte. Le pone swing a cada persona como a una canción única e irrepetible".
Cada día al atardecer despido al sol, suspendido en el aire reflexiono sobre el vínculo del tiempo, el vicio y la repetición. Intento imitar ese "jeito" de ella volcando en el papel la belleza de lo que percibe y de esa manera la llevo conmigo.
Recuerdo sus palabras y no me juzgo, sólo espero frente a la pantalla la próxima oportunidad de hacer piruetas para alguien, hasta que simplemente acabe el tiempo y me convierta en bollo.
***
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